20 enero 2012

Historias de Duras

Cuenta Marguerite Duras la historia de un joven piloto británico que fue derribado por la aviación alemana en la Segunda Guerra Mundial. Nunca se conocieron. La primera vez que se encontraron, él ya era una fría y gris piedra de mármol que yacía detrás de una iglesia en Vauville, pero la escritora quedó tan impresionada por lo prematuro de su muerte que decidió escribir sobre él. De esta manera se convirtió en su cómplice secreta y le dedicó frases tan sentidas que, si se leen sin conocer la historia, puede llegar a parecer que la novelista sí le conocía e incluso le amaba antes de su muerte. 

Escribir supone un paso hacia la eternidad. Con su escritura, Marguerite Duras hizo que el joven piloto W. J. Cliffe se perpetuara como uno de los últimos muertos de la Segunda Gran Guerra. El relato –La muerte del joven aviador inglés- se puede leer en su obra Escribir, dedicada precisamente al joven, muerto “a una hora para siempre indeterminada”. 

La escritura de Duras es muy especial; ella misma lo era. Parece que en cada línea su mundo interior se derrumba y queda reducido a escombros. Sus personajes son solitarios y luchan a cada momento por huir de esa soledad terrible. Ella misma se convirtió poco a poco en un personaje en el que confluían una parte más sensible, dulce y cariñosa, con otra desenfrenada, marcada por la pauta del deseo y el cuerpo. La propia imagen de Marguerite Duras refleja un poco esa dicotomía. Por una parte vemos una joven delgada, dulce, que puede llegar a aparentar cierta fragilidad; sin embargo, su retrato también seduce con esa mirada tristona y esa sensualidad exótica, patente sobre todo en sus labios eternamente pintados.


Duras recorrió muchos pasos hacia la eternidad. Su escritura pervive y ella se ha instalado para siempre en sus palabras. A propósito de esa eternidad, el otro día buscaba una novela cuando me encontré con una de las suyas. Al hojearla vi que entre las páginas había una vieja nota doblada. Era una brevísima carta supuestamente escrita por ella. Se trataba de una respuesta en la que le hablaba a alguien sobre su escritura. Como si el libro hubiese pertenecido a alguien –era bastante antiguo- y éste hubiese guardado la respuesta de Duras entre sus páginas, que con los años terminarían en una librería de viejo o en las estanterías de una biblioteca. 

No sé si la nota tendrá algo que ver con la escritora. Ni siquiera quiero saberlo, la verdad. Me hizo ilusión imaginarme por un momento que tenía una réplica escrita por ella misma en mis manos. Ahora el libro está aquí a mi lado, con la carta aún entre sus páginas. Me gusta imaginar que una tarde sin fecha, en su casa de Saint Germain o en el Café de Flore, Duras contestó a un lector y él guardó la carta entre las páginas de una de sus novelas, que años después, y quién sabe tras cuántas vicisitudes, vino a parar a mis manos por casualidad.

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